COMO HACER EL BIEN, MAL

Hace unos días que revolotea en mi cabeza una historia que escuché en boca de alguien, en una galaxia muy lejana. Ese tipo de cosas que no quieren abandonar tu espacio mental y se presentan, recurrentes, a lo largo del día. Esa persona me contó que había leído, en una triste lápida de mármol de un cementerio remoto, el siguiente epitafio:

“Aquí yace Juan Smith, hizo el bien e hizo el mal. El bien, lo hizo mal, y el mal, lo hizo bien”.

Si bien esta sentencia, leída en un mausoleo, puede resultar hilarante, no deja de tener cierta fortuna. Es un aserto que define sabiamente algo que sucede con más frecuencia de lo que desearíamos y me hizo pensar en cómo las personas logramos efectos funestos con nuestros actos bienintencionados. Tal vez al lector le suceda alguna vez, y le ocurra como a mi, que una cosa me lleva a la otra en una especie de cascada de naipes mental. Es como si de pronto encajaran las piezas de un tetris y las cosas cobran sentido. Esa caída torrencial de pensamientos, cuando se coloca, me lleva a escribir esto como si fuera una especie de verdad para mi.

Ahí va mi reflexión:

En la vida es muy habitual actuar con la mejor de las intenciones y, sin pretenderlo, liarla parda.

En mi periplo como psicólogo y docente, me sorprende descubrir cuántas maneras  tenemos las personas para atormentar a los demás en la cotidianeidad, incluyendo a nuestros seres más queridos. Tenemos excelentes recursos para afligir al más pintado que se nos pasan por alto ocultos entre los arbustos del bosque de la bondad.  Martirizamos a los demás con nuestros deseos de que mejoren, de que crezcan y de que triunfen en la vida y, si aplicamos nuestros esfuerzos en ayudar mal con excelencia, estos intentos pueden llevar a nuestro desdichado entorno a vivir una vida agria y desesperada.

Para ello hemos de demostrar que somos capaces de hacer el bien, mal hecho, de la manera correcta.

La capacidad de generar desdicha ajena haciendo el bien, es un recurso que nos puede acompañar hasta que llegue la Parca. Conozco casos de venerables ancianos que, intentando ayudar logran generar mucha locura en sus seres queridos, y también es muy común apreciar que la gente joven, aún en su inexperiencia de vida, logra elevar a la categoría de arte la ayuda perniciosa. Con ello pretendo decir que la ayuda que en realidad perjudica es un arte transversal, intemporal y ubicuo.

El presente escrito se convertirá, a poco que este humilde autor tenga la suficiente destreza, en un excelente manual del perfecto santurrón tóxico, en una biblia de la tortura benévola que nos transformará en el más disimulado de los psicópatas y en el más venerado de los sacerdotes del infortunio ajeno. Y sé perfectamente cómo hacerlo, ordenando y registrando un pequeño decálogo de bondades ponzoñosas.

  1. Ir de empático reactivo: Es una de las maneras más universales de destrozar a un ser querido. Este tipo de enfoque está basado en pretender ser una persona empática a través de escuchar al otro para inmediatamente darle consejos imposibles de llevar a cabo por quien se lamenta. Un ejemplo universal sería instar al otro a estar tranquilo en una situación que no puede estarlo o decirle a un amigo obsesivo que ponga la voluntad de relajarse en algunas de sus manías, para acabar desembocando en un barrizal de sermoneos que simplemente son infumables para el que sufre.
  2. Pretender relativizar: Es una de las culminaciones de la insolencia bienintencionada. Exhortar a alguien a quitar importancia a algo que para esa persona es crucial, por extraño que nos parezca, es la alfombra roja de la amargura ajena. Pedir a una amiga “que le resbale” lo que hace su jefe, o peor aún, su “ex”, o animar a quién ha perdido a su anciano padre, diciéndole algo del tipo “ya era muy mayor” o “por fin descansa” son estrategias muy triunfantes para hacer el bien, mal.
  3. La indefensión benevolente: Reaccionar rápidamente para resolver lo que crees que es el problema del prójimo, conlleva un rotundo éxito en lograr que el otro sea cada vez más inepto y tenga menor confianza en sus posibilidades. Lo más importante es  hacerlo con intensidad, logrando así que la persona sea absolutamente indefensa. Hacer aquello que debe hacer otra persona, relevándola de sus responsabilidades es una maravilla de la creación de dolor ajeno. Conocí al hermano de un famoso futbolista que se lamentaba porque nunca dejaba de cometer tropelías. Mi cliente, con amor fraterno, resolvía todas las situaciones, pagaba las deudas de juego, negociaba con las personas decepcionadas por el comportamiento del virtuoso futbolista y le sacaba, en definitiva, las castañas del fuego. Después de asumir los desmanes de su hermano y arreglarlos, se lamentaba porque el astro del balompié no aprendía a comportarse. En un nivel más cotidiano, ordenar y limpiar la habitación del adolescente intentando que de esa manera la haga él, es bastante común, así como no confiar en los que te rodean y acabar haciendo toda sus tareas. Lograr maestría en cosas así es la especialidad del benevolente perverso.
  4. El solucionador no solicitado: la pretensión de poder atajar el sufrimiento del otro resolviendo una situación sin que nadie lo solicitara es otra manera espectacular de lograr que la vida de ambas personas, ayudador y ayudado, se llene de hiel. No son pocas las personas que frente a la queja ajena sienten la necesidad de ayudar. Son una especie de ONG ambulante y unipersonal que, como si de un ángel se tratara, se precipitan a hacer cosas y esforzarse para sanar aquello en lo que nadie le ha pedido participar. Resistir ese impulso, es harto complicado puesto que el deseo de ayudar al prójimo está muy arraigado en el funesto bienhechor y el auxilio no solicitado surge de confundir el lamento del otro con una demanda de ayuda específica. En mi carrera profesional, he escuchado quejas de ambas partes, por un lado, el que recibió la ayuda se sintió invadido, y por otro, el aspirante a benefactor gimoteaba por no tener ningún reconocimiento por su virtuosa invasión en la vida ajena.
  5. El protector desbocado: Proteger y servir parece ser el lema del que intenta proteger al otro de cualquier dolor. Existe un tipo de ayuda contraproducente basada en crear una barrera protectora que impida que ningún mal afecte al ser querido. Podría ser un padre impidiendo a un hijo realizar alguna cosa por miedo a que se dañe, o una madre que piense que debe saber todo acerca de sus hijos para advertirles de cualquier aspereza del camino. He visto casos, donde un elemento de una pareja, preocupado por una dolencia de su compañero, lo ha mantenido apartado de la vida real, o ha realizado todo aquello que cree que generaría dolor a su amado. Pequeñas acciones como impedir que los niños afronten algunas amarguras de la vida para que no sufran puede causarles el peor de los dolores, que es el de no saber cómo manejarse con las dificultades.

La lista de acciones a emprender para ser el perfecto bienhechor tóxico alcanzan el infinito y no es mi propósito ser demasiado exhaustivo, tan sólo poder arrojar un poco de luz en el panorama emocional de las personas que, de esa manera, pueden perfeccionar sus habilidades para hacer el bien.

Afortunadamente, la creatividad del ser humano en estos menesteres es grande y no hemos de padecer por miedo a que este tipo de personas desaparezcan, las nuevas generaciones, a su propia manera, perfeccionan los caminos que crean malestar y existe una verdadera artesanía del mal bienintencionado. Si la persona que me lee abre los ojos y observa bien a su alrededor, contemplará maravillada como estas cosas suceden una y otra vez.

Es la magia de la Vida, así, con mayúsculas.

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